domingo, 8 de febrero de 2009

GERARDO DIEGO, Y LA LAGUNA NEGRA, URBIÓN, SORIA.

In Memoriam - Gerardo Diego


La Soria que conoció Gerardo Diego Pedro Sanz

Entrevista a Elena Diego Marín Javier Narbaiza

Gerardo Diego y Soria Antonio Ruiz


La Soria que conoció Gerardo Diego


Dice A. Gallego Morell en uno de sus Diez Ensayos Literarios, que cuando llegó a Soria para rastrear las huellas de Gerardo Diego en sus años de paso por nuestra tierra, enseguida se dio cuenta de que «Soria era una ciudad de poetas y para poetas». Esta frase, tópica de por sí y que todo el mundo da por cierta, se agradece en la parte que nos toca a cada soriano, y como desagravio, digo yo, de otra más desafortunada dicha por un ilustre poeta sevillano en la que se nos tachaba de palurdos e ignorantes.

Lo cierto es que Gerardo Diego llegó un primaveral abril de 1920 a la capital como profesor del Instituto: era un jovenzuelo pálido y alfeñique, soñador y alegre, que vino a rellenar el hueco dejado en la vida cultural de la ciudad por la marcha de otro profesor-poeta, pesimista y amargado, que había llegado unos años antes en parecidas circunstancias y ahora andaba por Segovia: don Antonio Machado.

La venida del joven educador no pasó desapercibida. José del Río, poeta local, evoca con el título de El montañés en Soria (Gerardo era de origen cántabro) esta circunstancia:

A la quietud de Soria, burocrática y levítica,
—Delegación de Hacienda, conventos y casino,
mentideros donde una implacable crítica
juzga todo lo humano y todo lo divino—
ha llegado un muchacho seco y barbilampiño,
y vestido de negro como un seminarista;
este muchacho lleva en su cuerpo de niño
un cerebro proteico y un corazón de artista.

Las señoritas tristes —Claras, Amelias, Julias—,
que entretienen su tedio en las grises tertulias,
esas grises tertulias de maíz mesocrático,
en que zurcen chismes en derredor del fuego,
hablan del forastero, saben que es catedrático
y montañés, y el nombre suyo: Gerardo Diego.
Y el nuevo catedrático, el joven don Gerardo
—pronto de él se conoce lo agradable y lo adverso—
además de su cátedra tiene pujos de bardo
y urde en los largos ocios las arañas del verso.

Clara y Julia por medio de unos amables chicos,
que juegan con Gerardo las tardes de lluvia,
le piden unos versos para sus abanicos.
Y don Gerardo escribe: Madrigal a una rubia...
Y luego, en los paseos por la plaza vetusta,
paseos de un encanto nostálgico que él gusta,
y que en una metáfora comparaba a una noria,
va urdiendo con atisbos de poeta y viajero,
la canción provinciana de la ciudad y el Duero,
y la encierra en la caja de música de SORIA.

Llegado a la ciudad, lo primero que pide es que le instalen un piano en la habitación que había alquilado en la pensión Casa de las Isidras, lugar donde recalaban algunos colegas del Instituto —«la celda principal de las Isidras / él la ocupaba», dirá en un poema —, hogar discreto y acogedor que propiciará su arraigo; y pronto desde la Dehesa se pueden escuchar en las tardes de primavera el cantar de los ruiseñores mezclado con sonatas de Chopin, Mozart o Albéniz.

El joven "ultraísta" enseguida encuentra terreno abonado para sus gustos artísticos al lado de Blas Taracena, Gervasio Manrique, José Tudela —bibliotecario en Segovia y gran amigo—, Mariano Granados, Mariano Íñiguez, etc., compañeros de tertulias, juergas y paseos, con los que colaborará en conferencias y tareas periodísticas, tal el caso de La Cotorra —«periódico de altos vuelos», que decía su mancheta—, aparecida en 1921, desde la que saluda a sus colegas con un ovillejo que empieza:

Infelice, ¿adónde vas?

Blas.

Dios te la depare buena,

Taracena (...)

y otras gentes de letras que encuentra en su Instituto, el Ateneo popular, o en el Casino de Numancia, lugares de larga tradición cultural, que enseguida conocerán sus cualidades como pianista y actor dramático, dedicándose a organizar las primeras jornadas teatrales de la ciudad ayudado por Antonia Izquierdo, hermana de la fallecida Leonor, en el Teatro Principal de Soria.

Este ambiente de buena salud literaria le propicia la creación de un ramillete de versos que quedarán recogidos en su obra primeriza Soria, galería de estampas y efusiones, (Valladolid, 1923), poemas escritos al alimón entre nuestra ciudad y Santander, que publicará más tarde como Soria (1948), a secas, donde recoge varias obras anteriores: Galería de estampas y efusiones, Nuevo Cuaderno de Soria, Capital de provincia, Cancionerillo de Salduero, Tierras de Soria y El Intruso...

En aquella obra primera aparecen dedicatorias muy sabrosas a sus amigos sorianos citados más arriba junto con otros nuevos (Emilio García, Joaquín Rodrigo, Esperanza Rosales...) a los que dedicará una larga Epístola, años después, en Paisaje con figura (1959), recordando los buenos días vividos en su compañía. Sabemos que pasó varias temporadas veraniegas en tierra de pinares, en Salduero, dejando constancia en encendidos versos de su admiración por el paisaje, el Duero, la Laguna Negra, el Urbión y sus gentes... Es el Cancionerillo que verá la luz por vez primera en la revista «Escorial».

¿Cuántos años, meses, días?

Horas sólo cumple el Duero

cuando pasa por Salduero.

Allá arriba, Urbión relumbra.

Nieve en mayo y en enero.

Ríe y llora, llora y ríe,

¿cuántas gotas tiene el Duero?

Con ojos admirados recorre la geografía soriana: Mariano Granados puede dar fe de los trotes dados con su viejo Forín —vehículo antediluviano objeto de chuscos ditirambos— que les condujo en cabalgada memorable hasta el monasterio de Silos, donde el poeta esculpió uno de los más brillantes sonetos escritos en el siglo XX, fruto del impacto que le produjo en el alma el ciprés del claustro románico, símbolo de la espiritualidad vegetal que allí crece:

Enhiesto surtidor de sombra y sueño

que acongojas el cielo con tu lanza,

chorro que a las estrellas casi alcanza,

devanado a sí mismo en loco empeño

(...)

Cuando te vi, señero, dulce, firme,

¡qué ansiedad sentí de diluirme

y ascender como tú, vuelto en cristales;

como tú, negra torre de arduos filos,

ejemplo de delirios verticales,

mudo ciprés en el fervor de Silos!

De Soria capital todo le impresiona: las tejas, las piedras de sus casas, las calles polvorientas, las miradas de las mocitas que pasan de bracete por la calle principal, los vencejos, los soportales, la estación del tren... «¡el paseo del Collado y la Dehesa!»

Si yo fuera pintor,

no pintaría, Soria, tu yermo y tu pastor.

En mi paleta habría un rosa de rubor,

un amarillo augusto y un verde verdecido,

porque tienes la gracia de un país recién nacido.

Y el profesor, que parece satisfecho de su oficio, se recrea en los detalles que le circundan: la clase, los alumnos, el claustro de profesores —tan criticado siempre—, el jardín conventual:

jardín, bello jardín del Instituto,

prisionero sin niñas ni cantares,

jardín prohibido que ni flor ni fruto

ofreces a las turbas escolares...

Resulta sumamente aleccionador en los tiempos que corren leer el Brindis que ofrece a sus amigos de Santander, justo el día previo a su marcha hacia Soria como profesor de Literatura...; es conmovedor:

Amigos,

dentro de unos días me veré rodeado de chicos,

de chicos torpes y listos

y dóciles y ariscos.

Y les hablaré de versos y hemistiquios

y del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín (hijo),

y de pluscuamperfectos y de participios.

Y el uno bostezará, y el otro me hará un guiño,

y otro, seguramente más listo,

me pondrá un alias definitivo...

En fin, es un hombre ilusionado con su oficio; yo creo que hoy escribiría versos mucho más contundentes. A este propósito, recuerdo que siendo yo alumno, en clase de latín, un compañero tradujo aquella frase lapidaria de Cicerón dicha en el Senado romano a la vista de la depravación moral de su época: Oh tempora, oh mores! (que traducido quiere decir: ¡qué tiempos, qué costumbres!) y el otro tradujo: "O tiemblas, o mueres". Seguramente Gerardo Diego haría de ello un soneto burlesco; yo, en cambio, tan sólo una broma.

© Pedro Sanz Lallana, 2002

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