Una de las estrellas del así llamado periodismo “militante” puso la semana pasada el dedo en una llaga muy sensible, al recordar la estremecedora reacción que tuvo Juan Domingo Perón contra una periodista que, en conferencia de prensa, le pidió explicaciones sobre los crímenes de la Triple A. Esa reveladora reivindicación se difundió generosamente y hubo algunas opiniones sobre el asunto. Pero fue menos difundido el diálogo al que se refirió este hombre en el programa más destacado del aparato mediático oficialista.
Ocurrió el 8 de febrero de 1974, en la quinta de Olivos. La periodista se llamaba Ana María Guzzetti y trabajaba para el diario El Mundo. El diálogo fue como sigue:
Guzzetti: –Señor Presidente, en el transcurso de dos semanas hubo exactamente 25 unidades básicas voladas, doce militantes muertos y ayer se descubrió al asesino de un fotógrafo. Evidentemente todo está hecho por grupos parapoliciales de ultraderecha.
Perón, luego de un momento de silencio y tras encender un cigarrillo:
–¿Usted se hace responsable de lo que dice? Eso de parapoliciales lo tiene que probar. (Dirigiéndose a su edecán, dice) Tomen los datos necesarios para que el ministro de Justicia inicie la causa contra esta señorita.
Guzzetti: –Quiero saber qué medidas va a tomar el gobierno contra todos estos atentados fascistas.
Perón: –Las que se están tomando. Estos son asuntos policiales que están provocados por la ultraizquierda, que son ustedes (la señala a la periodista) y la ultraderecha, que son los otros. De modo que arréglense entre ustedes; la policía procederá y la Justicia también. Indudablemente que el Poder Ejecutivo lo único que puede hacer es detenerlos a ustedes y entregarlos a la Justicia. A ustedes y a los otros. Lo que nosotros queremos es paz, y lo que ustedes no quieren es paz.
Guzzetti: –Le aclaro que soy militante peronista desde hace trece años.
Perón: –¡Hombre, lo disimula muy bien!
La actitud de Perón es aterradora, mucho más si se tiene en cuenta que a los dos días grupos parapoliciales reventaron la casa de la familia Guzzetti, y que meses después, con Perón aun vivo, Guzzetti sería secuestrada, torturada y desaparecida durante un mes. Las preguntas de Guzzetti fueron heroicas y un ejemplo de valentía para cualquier periodista: alguien que se planta frente a un presidente todopoderoso a preguntar por las peores lacras de su gobierno, en esas condiciones, debe ser muy valiente. Es raro que no haya habido, tanto tiempo después, un homenaje institucional a alguien como ella. Esa valentía queda destacada, además, por el silencio de sus colegas presentes en el lugar, incluido el que, tanto tiempo después, eligió defender a Perón en estos días.
El recuerdo de ese episodio es realmente revulsivo, en tiempos donde se discute tanto sobre las responsabilidades en la tragedia que ocurrió en la Argentina en la década del ’70. Hay quienes centran el ejercicio de la memoria en la represión ilegal de la dictadura –que es el eje del informe de la Conadep, por ejemplo–, otros enfatizan la responsabilidad de la prensa, otros apuntan contra poderosos grupos empresarios, otros extienden las investigaciones hacia los asesinatos de los Montoneros y el ERP.
Pero hay un nombre que no se menciona casi nunca: el de Juan Domingo Perón.
Es como si los unos y los otros tendieran un halo de piedad sobre una figura histórica que tuvo, sin dudas, una responsabilidad importante en lo que ocurrió, y exhibió –además– en episodios como el mencionado, una dosis de impiedad muy evidente.
Es raro, porque en los años de la transición democrática hubo varios libros que pusieron en tela de juicio ese rol. De memoria, recuerdo claramente dos de ellos: No habrá más penas ni olvido, la magnífica novela de Osvaldo Soriano, donde unos y otros se asesinaban al grito de ¡Viva Perón!; y, obviamente, Ezeiza, el trabajo de investigación de Horacio Verbitsky sobre la masacre ocurrida el 20 de junio de 1973, el día que Perón volvió al país.
Curiosamente, en el lugar donde no se puede hacer otra cosa que defender el relato oficial –así es la vida– apareció, diría un psicoanalista, algo del registro de lo no nombrado...
Con estos antecedentes, es difícil entender cómo es que alguien puede, al mismo tiempo, reivindicarse peronista y celebrar el Día del Montonero, o perdonar aquellos crímenes mientras se es implacable con otros. Pero así es la vida: llena de contradicciones y, sobre todo, dolores mal curados.
El tabú sobre este tema es tan impresionante que se filtra en Infancia clandestina, la conmovedora película que se estrenó esta semana, donde se narra la contraofensiva montonera desde la mirada de un chico de trece o catorce años. Es merecido que represente al país porque es original, estremecedora y muy valiente. Tiene trabajos actorales deslumbrantes, como los de Ernesto Alterio y Cristina Banegas. Y un guión que elude las moralejas sencillas: las preguntas obvias –¿eran buenos?, ¿eran malos?, ¿estaban alucinados?– se diluyen en un historia de hombres y mujeres desesperados, narrada con mucha ternura y talento.
Pero cuando, al comienzo, se intenta explicar el contexto histórico, aparece un pequeño texto que dice: “Tras la muerte del general Perón, comenzó un proceso de represión contra militantes populares”. Y eso no fue así, como lo sabe cualquiera. El proceso comenzó cuando Perón aún estaba vivo: antes incluso de que asumiera como presidente.
Por lo demás, tiene cierta lógica la reivindicación que acaban de hacerle en la televisión oficialista a esa defensa de los parapoliciales que hizo Perón –con el silencio enorme de todo un panel y de, una vez más, la larga lista de firmantes de solicitadas kirchneristas–. En los días siguientes, esos mismos programas se dedicaron a investigar y difundir nombres y supuestos prontuarios de unos veinteañeros que tuvieron el mal gusto de formular preguntas molestas a la Presidenta de la Nación. Ni estos chicos son tan valientes como Ana María Guzzetti, ni la época admite métodos más cruentos. Pero la cobardía miserable de marcar con el dedo a personas que hacen preguntas pertinentes a alguien con mucho poder se continúa a lo largo de las décadas.
Ante algunas preguntas, muchas personas esperan respuestas. Otros se ponen a difamar a quienes las emiten, aun cuando el desnivel de poder sea gigantesco.
Son puntos de vista.
De aquellos lodos, como quien dice, estos polvos.