lunes, 8 de octubre de 2012

Eric Hobsbawm


El intelectual marxista falleció el pasado 2 de octubre, a los 95 años. Fragmentos de Años interesantes (Crítica). La niñez en Viena, las guerras, Cambridge y su fidelidad al Partido Comunista.
Un niño en Viena

Mi infancia transcurrió en la empobrecida capital de un gran imperio, la cual, tras la caída de este, pasó a formar parte de una reducida república provinciana de gran belleza, cuya existencia ella misma ponía en tela de juicio. Salvo raras excepciones, después de 1918 los austriacos creían que debían formar parte de Alemania, y las únicas que se lo impidieron fueron las potencias que habían impuesto el acuerdo de paz en Europa central. (…) El país acababa de conocer una revolución, y los ánimos se habían calmado temporalmente bajo un régimen de reaccionarios clericales liderados por un monseñor (…), a la que se enfrentaba una odiosa oposición de socialistas marxistas revolucionarios, apoyados en Viena (…) de forma masiva y casi unánime por todos aquellos que se identificaban a sí mismos como “obreros”. Además de la Policía y el Ejército, controlados por el Gobierno, ambas facciones estaban asociadas con grupos paramilitares para los cuales la guerra civil simplemente había quedado en suspenso. Austria no sólo era un Estado que no quería existir, sino un avispero que no podía durar mucho tiempo así.

Berlín: marrón y roja

Entre tanto mis tendencias revolucionarias pasaron de la teoría a la práctica. La primera persona que intentó darles más precisión fue un muchacho socialdemócrata mayor que yo, Gerhard Wittenberg. Con él pasé el rito de iniciación del típico intelectual socialista del siglo XX, a saber el intento fugaz de leer y entender El capital de Karl Marx, empezando por la primera página. No duró mucho –al menos en aquel estadio de mi vida– y, aunque quedáramos como amigos, no me sentí atraído ni por la socialdemocracia alemana (distinta de la austríaca) ni por el sionismo de Gerhard.

Ser comunista

Me hice comunista en 1932, aunque en realidad no ingresé en el Partido hasta mi llegada a Cambridge en otoño de 1936. Permanecí en él durante unos cincuenta años. La cuestión de por qué tantos años de militancia es a todas luces procedente en una autobiografía, pero no es de interés histórico general. Por otro lado, la cuestión de por qué el comunismo atrajo a tantos hombres y mujeres excelentes de mi generación, y qué significaba para nosotros ser comunistas, debe ser un tema capital en la historia del siglo XX. Pues nada es más característico de ese siglo que lo que mi amigo Antonio Polito califica de “uno de los grandes demonios del siglo XX: la pasión política”. Y el comunismo fue su máxima expresión. Hoy en día el comunismo está muerto.

La guerra

Llegué a Inglaterra a punto de que diera inicio la guerra. La habíamos visto venir. Nosotros, o al menos yo, temíamos que llegara a estallar, aunque no pensábamos que lo hiciera en 1939. Pero esta vez ya estábamos en ella. Al cabo de un minuto de que la voz, seca y cansada, del primer ministro declarara la guerra, empezamos a oír el sonido ondulante de las sirenas, que todavía hoy trae a la memoria de cualquier ser humano que viviera en una ciudad durante la Segunda Guerra Mundial el recuerdo de las bombas nocturnas. (…) Era demasiado tarde para tener miedo. Pero lo que significó el estallido de la guerra para la mayoría de los varones jóvenes de mi generación fue la suspensión repentina del futuro. Durante unas cuantas semanas o meses flotamos entre los planes y las perspectivas de nuestra vidas de antes de la guerra y un destino desconocido vestidos de uniforme. Ahora la vida adquiría tintes de provisionalidad e incluso de improvisación. Sobre todo la mía.

La Guerra Fría

En 1948 los confines entre Oriente y Occidente se convirtieron en Alemania en las líneas del frente de la Guerra Fría. Durante la “Crisis de Berlín”, que comenzó cuando los rusos cortaron las comunicaciones por vía terrestre con la capital de Alemania a comienzos de abril, y los largos meses del consiguiente puente aéreo para dicha ciudad, Oriente y Occidente se vieron abocados a una confrontación de fuerzas tan arriesgada como angustiosa. Los comunistas de Occidente, pese a su insignificancia, se hallaban “al otro lado”. Por lo que a mí respecta, la Guerra Fría comenzó en mayo de 1948, cuando el Foreign Office me informó que por desgracia no podía confirmar mi invitación a participar por segunda vez en el curso de la Comisión Británica de Control organizado para “reeducar” a los alemanes. Los motivos eran a todas luces políticos. Por esa misma época dio comienzo una labor silenciosa, pero integral, destinada a eliminar de todo tipo de posiciones relacionadas con la vida pública británica a los miembros conocidos del Partido. Aunque dicha labor no fue tan histérica ni tan desmedida como en Estados Unidos, donde a mediados de los años cincuenta prácticamente habían desaparecido de los colleges y de la docencia universitaria todos los comunistas o incluso los que se calificaban de marxistas.

La década de los sesenta

Para la gente de izquierdas de mediana edad como yo, Mayo del 68 y en realidad toda la década de los sesenta fueron extremadamente bienvenidos y resultaron sumamente complejos. Parecía que empleábamos el mismo vocabulario, pero no hablábamos el mismo idioma. Es más, incluso cuando participábamos en los mismos acontecimientos, se hacía patente que aquellos de nosotros suficientemente mayores como para ser los padres de los jóvenes activistas no los vivíamos como ellos. Los veinte años de posguerra nos habían enseñado a los que vivíamos en Estados de democracia capitalista que la revolución social en dichos países no figuraba en la agenda política. En cualquier caso, cuando ya se han cumplido los cincuenta, uno no espera que aparezca la revolución detrás de cualquier manifestación de masas, por impresionante o sensacional que sea. (Por cierto, de ahí nuestra sorpresa –y la de todos– ante la desproporcionada efectividad política de los movimientos estudiantiles de 1968 que, al fin y al cabo, derrocaron al presidente de Estados Unidos y, tras un intervalo considerable para salvar las apariencias, al de Francia.)

El Tercer Mundo

En 1962 convencí a la Rockefeller Foundation para que me concediera una beca de viaje a Sudamérica con el fin de investigar el tema tratado en mi entonces reciente libro, Rebeldes primitivos, en un continente en el que cabía esperar que estos desempeñaran un papel más destacado en la historia contemporánea del que tuvieron en la Europa de mediados del siglo XIX.
Era la época en la que las fundaciones todavía enviaban billetes de primera clase a los beneficiarios de sus becas, en compañías cuyos nombres recuerdan un pasado ya terminado, Panamerican, Panair do Brasil, Panagra (…). Entre 1962 y 1963 recorrí durante tres meses más o menos toda Sudamérica –Brasil, Argentina, Chile, Perú, Bolivia y Colombia– por todo lo alto, con un lujo impropio de un investigador de las rebeliones campesinas. (…) Se trata de un continente en el que tengo numerosos amigos y discípulos, con los que llevo asociado más de cuarenta años, y que, no sé por qué, ha sido curiosamente bueno conmigo. Es la única parte del mundo en la que no me ha extrañado conocer a presidentes pasados, presentes y futuros. De hecho, el primero al que conocí en el ejercicio de su cargo, el astuto Víctor Paz Estenssoro, de Bolivia, me mostró la farola de la plaza de La Paz situada frente a su balcón en la que fue ahorcado su predecesor Gualberto Villarroel por una muchedumbre de indios amotinados en 1946.

De F.D. Roosevelt a Bush

Nuestro problema no consiste en que nos estemos americanizando. Pese al enorme impacto de la americanización cultural y económica, el resto del mundo, incluso el mundo capitalista, hasta ahora se ha mostrado curiosamente reacio a seguir el modelo político y social estadounidense. Ello quizá se deba a que Estados Unidos constituye un modelo social y político de democracia liberal capitalista, basada en los principios universales de la libertad individual, menos coherente y por lo tanto menos exportable de lo que sugieren su ideología patriótica y su constitución. (…) Simplemente, no se presta a la imitación. Y la mayoría de nosotros tampoco desea imitarlo. Estados Unidos es el país en el que he pasado más tiempo, aparte del Reino Unido, desde mi adolescencia. No obstante, me alegro de que mis hijos no se hayan criado en él, y de pertenecer yo mismo a otra cultura. Sin embargo, también es mi cultura. 

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