lunes, 6 de abril de 2009

HISTORIAS MINIMAS DE UNO DE LOS PRESIDENTES MAS LLORADOS POR LOS ARGENTINOS Alfonsín, el hombre que no perdió el sentido del humor ni aún frente a la proximidad de la muerte
Como el Rey de España a Chávez, "¿por qué no se callan?", retó a sus hijas en plena agonía, cuando lo abrumaban con medicamentos. Amaba los tallarines amasados a mano y cortados a cuchillo. Prefería el cine de comedias inteligentes y disfrutaba el teatro. Sentía debilidad por la buena mesa, el vino tinto de primera y los amigos. Por: Por María Seoane


TANGOS EN OLIVOS. Con Edmundo Rivero, a quien Alfonsín admiraba, en 1984. Música y risas compartidas. Detrás, Felisa Miceli, funcionaria del entonces presidente.



La escena transcurre en la habitación del departamento de la calle Santa Fe, donde Raúl Alfonsín reposa. La luz tenue de este otoño tardío inunda su cuarto, pero hay agitación alrededor. La fiebre hace su faena maldita, ataca, y se teme el comienzo irremediable de la agonía. El médico receta antibióticos. Alfonsín nunca fue manso: resiste la medicación. Sus hijas intentan convencerlo a coro y a turno: "Con esto te vas a sentir mejor... Este antibiótico te va a curar... Es fantástico, es lo más moderno, se digiere bien, es..." El coro se corta cuando la voz ya casi inaudible, esforzada, de Alfonsín desliza: -Como le dijo el Rey de España a Chávez: ¿por qué no se callan...? ¿De qué temple está hecho un hombre -aquello que sólo se acuña desde la cuna a la alcoba- capaz de desplegar un humor ingenuo pero mordaz frente a su muerte? Se sabe, ahora, con detalle, que el humor lo protegía del odio y la timidez. Tal vez por eso disfrutaba sobre todo el cine de comedias inteligentes, donde la ironía no lesionara el amor propio. O, en fin, parecía permitirle jugar también a ser niño en un mundo donde hacía rato era un adulto obligado al protocolo.

Una tarde, cuando ya era Presidente y atendía en Olivos, alguien le pasó un llamado sin filtrar. Sus colaboradores se abalanzaron para impedir que contestara, contestara, pero Alfonsín quiso atender. Y escuchó: - ¿Usted puede decirme si el 60 pasa por la avenida Maipú? -Discúlpeme, señora. Ahora le paso con alguien que sepa porque yo soy el Presidente y no me dejan viajar en colectivo. Pero a veces el humor bien podía dar paso a la iracundia ante la adversidad. Devenía en una ironía como aquel "a vos no te va tan mal, gordito" que encubría una defensa y al mismo tiempo un ataque. Porque Alfonsín había heredado de su padre cierta vehemencia gallega cascarrabias, y el tesón irlandés de su madre. Porque su infancia transcurrió en una casa de clase media que sufría los vaivenes económicos de la Gran Depresión de 1929, pero que resistía a fuerza de trabajo. Hizo una vida pueblerina hasta que se educó en cierta disciplina castrense en el Liceo Militar General San Martín, orden cerrado que contrariaba su naturaleza más inclinada al disfrute con amigos y la buena mesa y el buen vino y los buenos amores, pero que le dio la virtud de una puntualidad casi inglesa y obsesiva. Alfonsín tenía el andar pacífico y el trato campechano que suelen tener los nacidos y criados en un pueblo de provincia -al lado de una gran laguna, como la de Chascomús- donde el tiempo, como en las novelas del realismo mágico, está dado por la abundancia de los pejerreyes y los grandes acontecimientos de la vida. Fue un marido temprano y un padre prolífico.

Tal vez por eso, su mayor pasión fue festejar en familia las fechas que marcan los ritos de la vida: nacimientos, casamientos, malarias y graduaciones de sus seis hijos, veinticuatro nietos y once bisnietos. Tenía para festejar en la intimidad una estirpe parecida a la de "Cien años de soledad". Ese su isla del tesoro en la que era un rey, a veces padre y a veces hijo: primer hijo, primer nieto y primer sobrino de una familia numerosa bonaerense. Porque además fue imbuido -por el tiempo histórico en el que vivió- por el rol que la vida cotidiana daba a los hombres: ser servido en la intimidad y proveedor en lo público. Nunca supo, ni cuando fue joven ni cuando fue adulto, ni siquiera preparar un té. No cocinaba, pero podía criticar durante horas los platos que comía y dar recetas que sabía de memoria de las rías gallegas o de la cocina italiana. Prefería, dicen, las pastas y la carbonara. Ya hacia el final de su vida, disfrutaba mucho los tallarines amasados y cortados a mano por Juan Pórfido, el esposo de su querida colaboradora Haydée. Los traían en una carrera contra el tiempo desde el barrio de Belgrano, en fuentes y calientes todavía. El los piropeaba: "Ni en el mejor restorán de Italia se come algo así". Tanto en tiempo tiempo de campaña como cuando era Presidente frecuentaba el centenario restorán Pedemonte, de la Avenida de Mayo que los años noventa, con su desidia posmoderna, arrasaron en busca de mejores ganancias.

Allí solía comer esos pucheros suculentos regados del mejor vino. El "Rutini Cabernet- Sauvignon 1983" era su preferido. Una noche de invierno, en tiempo de la formación de la Alianza, llegó a casa de amigos aferrado a sus dos botellas. Y fue terminante: "Una es para mí solo, no la comparto. La otra es para ustedes". Lo cierto es que Alfonsín solía tener una sola comida diaria, relajada, con amigos y alguno de sus hijos, y excesiva en la sobremesa. Su relación con el tiempo estaba marcada por los afectos. También su relación con el dinero. Nunca llevó plata en el bolsillo mientras fue Presidente. Y luego, cuando lo tuvo en la vida o cuando volvió al llano, solía darlos con una generosidad que sus amigos históricos (u ocasionales) elogiaban, pero sus administradores detestaban. Había cierto desprendimiento, cierto desdén por lo material, como si todo lo que fuera necesario ya lo hubiera conquistado. Porque perder dinero le parecía lo más barato de perder. Sobre todo temía perder la lealtad de los que quería.

El miedo a la muerte o a las pérdidas –en 2004 sufrió la de su nieta Amparo– se transponían en algunos de sus sueños. Alguien le escuchó referir que cuando estuvo internado por el accidente que había sufrido en Ingeniero Yacovacci, en Río Negro, mientras estaba conectado a un respirador, había soñado que creía viajar en un barco con muchos paneles a botón en los comandos y el capitán era Enrique Beverraggi (su médico del Hospital Italiano). Que el barco parecía naufragar, que era sacudidopor la tormenta, pero que lograbansalvarse. Lo lograban porque el capitán daba las órdenes adecuadas. El sueño daba pistas de la personalidad de Alfonsín: confiaba ciegamente en sus amigos y colaboradores. El tiempo pareció imponer en él una frugalidad, una austeridad que provenía de no desear nada


más que lo conseguido. Tampoco parecía anhelar vivir en otro lugar -la montaña o el mar-, sino en la ciudad, donde disfrutaba el teatro y visitaba a su actor preferido, Luis Brandoni. O al lado de esa laguna amplia y antigua, en su Chascomús, ante el sonido del viento que movía con tesón los sauces que la


rodeaban. Pero la ciudad era su meca.

Era su cordón umbilical con su pasión central: la política. En ella anidaban sus sueños colectivos y sus pesadillas. El sueño de ser, parecerse, por qué no, a Yrigoyen o de ser amigo de Sarmiento. Allí encontró su destino: el que cultivó con la verba encendida de un orador de trincheras; con el talante de un humanista, de un socialista, de un idealista moderno que creyó en el papel del hombre y en la fuerza de la razón para cambiar el curso de la Historia. ¿Qué música le hubiera gustado a Don Raúl en sus funerales? ¿La potencia de Pavarotti cantando "Torna a Sorrento" frente a las ruinas griegas del Mediterráneo? ¿El sonido de una gaita estrellándose sobre los acantilados del mar Cantábrico? ¿O escuchar la homérica novena sinfonía "La canción de la tierra", del genial Gustav Mahler? "Cualquiera de ellas", dice Margarita Ronco, su secretaria privada y colaboradora fiel de más de tres décadas, quien me puso al tanto de algunas de estas historias mínimas.

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