viernes, 1 de mayo de 2009

EL BOGOTAZO de 1948 - Asesinato de Gaitán.

Al mediodía del 9 de abril de 1948, el centro de Bogotá se revestía de una abigarrada animación.

A las 12 los empleados se retiraban de sus trabajos, los comercios cerraban las puertas y los cafés devoraban la muchedumbre ávida; los hombres se arremolinaban en grupos murmurantes, el tranvía se abría difícil paso, el ingenio decoraba los comentarios y la ciudad adquiría un aspecto bullanguero y alegre. La gente partía a sus casas, se encerraba en los restaurantes o permanecía en los cafés. La agitación era especialmente intensa en la zona del Parlamento en aquellos días de la Conferencia Panamericana, por la afluencia de extranjeros y porque ofrecía motivos excepcionales para la tertulia, la discusión política y la crítica. Un joven representante de los estudiantes cubanos ante la Conferencia pasaba completamente desapercibido; se llamaba Fidel Castro.

Gaitán decidió salir a almorzar con algunos amigos. Salió de su despacho parlamentario riendo y bromeando, haciendo gala de su ingenio sutil e irónico; como siempre, su espíritu eufórico irradiaba un optimismo resplandeciente.

Al llegar a la calle, invadida por abundante tránsito, un hombre mal vestido, de escasa corpulencia, con el rostro sombreado por una barba de dos días, se apartó de la puerta como para dejarlos pasar y extrajo rápidamente de entre sus ropas un revólver que apuntó sobre el caudillo. Gaitán volvió la espalda para regresar, y en ese momento el desconocido disparó tres veces. El jefe rodó por el suelo y su sangre comenzó a correr en abundancia. Por fin sus enemigos políticos y sociales lo veían caer desde el ápice de su próxima e inevitable consagración popular para no volverse a levantar nunca jamás, destruido para siempre el coraje inexpugnable de su voluntad. Su lucha culminaba inesperadamente así, en la suprema consagración del martirio.

Un inquieto torbellino se arremolinó sobre el eco de los disparos. Gaitán yacía con el rostro nublado por las sombras de la muerte y la boca contraída en espasmos de dolor. El cuerpo agonizante fue conducido en un automóvil que se precipitó infructuosamente hacia la clínica más próxima. Y la desesperación comenzó a surgir entre la muchedumbre creciente. La tremenda noticia se esparció boca a boca entre gentes exasperadas y cinco minutos después llegó a las radios, que la trasmitían por todos los confines.

Manos anónimas se lanzaron sobre el mísero asesino del prócer y lo despedazaron. Fue el primer síntoma de la iracundia vengadora que prendía en el corazón del pueblo, y el inicio del caos. De todos los extremos llegaban presurosas gentes empujadas por la angustia.

Mientras afluía la muchedumbre, el cielo se tornaba gris y un rumor creciente, sordo, un terrible rumor cósmico anunciaba la inminencia del cataclismo. La ira crecía como si la entidad abstracta adquiriera una súbita encarnación tangible. Los hombres se arrojaban al suelo y gritaban su desesperación y las lágrimas, al rodar por las mejillas maceradas en el sufrimiento y la miseria, cristalizaban en alaridos. Como en las leyendas clásicas, desgarraban sus vestiduras y se sentían arrebatados por una llameante decisión, la suma de todo el resentimiento de una clase agobiada durante generaciones, de todo el infinito amor que les había despertado la voz conmovedora de Gaitán y la mística apasionada que promovía su nombre, y extraían del resultado la urgencia de la represalia, que los impelía a sembrar la muerte y la destrucción.

El vocerío amenazante que anunciaba el apocalipsis se alzaba como un clamor indescifrable. La multitud se movía, se abalanzaba y retrocedía, y sus oleadas adquirían proporciones gigantescas, empujadas por los innumerables contingentes que acudían de todas partes. Un grupo llevaba a rastras el cadáver del asesino. La ira crecía como la erupción de un volcán por largo tiempo amortiguado.



Venganza! –clamaba el pueblo, sin importarle sobre quién cayera su furor, enardecido cien veces al conjuro de la voz omnipotente del caudillo que había dicho a cada uno dónde radicaba el secreto de su desolación y había despertado el potencial de energía que palpitaba bajo los músculos exangües. Durante muchos años la oligarquía y los especuladores de la Bolsa se divertían en festejos de la alta sociedad, mientras la sangre proletaria empurpuraba el suelo de la patria clamando venganza. La pasión que había vertido era un artificio creado por los privilegiados y sus agentes para que el pueblo no pudiera coaligar su protesta, solidarizar su defensa y coordinar su liberación.

Los manejos deshonestos de la casta política-económica que acaparaba los privilegios habían sembrado odio. En Bogotá y en todas las ciudades, el odio crecía como una crisálida. Y el odio se lanzó a la calle, grandioso en su ímpetu, todopoderoso en su ira. Odio ladrón, para compensar el robo perpetrado durante generaciones. Odio asesino, para exterminar linajes de verdugos. Odio suicida, para no soportar más la afrenta de la injusticia, del engaño y de la farsa. Era el pueblo sublevado para vengar el horrible crimen, multiforme, heterogéneo, rotos los frenos de la razón, monstruoso y quemado por la pasión de la revancha, del odio y de la destrucción.

La turba hizo arder el palacio presidencial y el de Relaciones Exteriores, los tranvías y los destacamentos policiales, las cárceles y los almacenes. Pronto los incendios extendieron su ciega voracidad a los espíritus, extraviando la noción de la revuelta y los orígenes de la venganza, hasta hacer arder también a las conciencias. Famélicos, medio desnudos, los hombres del pueblo continuaron su furia desencadenada, desbordada, heroica, acéfala.

Las cuentas más prudentes suman unos dos mil muertos, que rendían su adhesión suprema al líder tan amado, al caudillo que logró conmover hasta la última fibra de sus emociones, el que no les pudo otorgar jamás ningún don material, pero que prendió en sus corazones la llama de la esperanza.

Apresuradamente, el Departamento de Estado norteamericano, en el período inaugural de la Guerra Fría, interpretó el acontecimiento acusando al comunismo internacional. Ya se sabe, el culpable casi siempre es el primero en gritar: “¡Al ladrón, al ladrón!”…



Jorge Eliécer Gaitán [1898-1948] fue una voluntad en acción.

Criado en medio de la pobreza, su madre le inculcó espíritu de superación, amor por el saber y tenacidad para abrirse paso en esta vida.

Su espíritu fue diáfano y careció de las sinuosidades de la perfidia. Forjó su vida como una obra de arte, sobre el pedestal de la rectitud, y adaptó sus ambiciones a sus sentimientos, a diferencia de los políticos comunes. De infancia triste y desvalida, andaba a pie por la calle, se hacía ver en los cafés, manejaba su propio automóvil y saludaba gozosamente a los humildes y era cordial con los obreros. Había ciertas sentencias que repetía en cuanto tuviese oportunidad: “yo no soy un político profesional, sino un profesional político”; y “este pueblo es superior a sus dirigentes”.

Denunció la masacre de trabajadores conocida como El holocausto obrero, consumada en 1928 en la zona bananera del Magdalena, con un saldo de 32.000 víctimas, y responsabilizó de ello a la corporación United Fruit Company.

Pensaba sobre Sudamérica: “Estos pueblos hermanos conservan sus peculiares notas, sus realidades diversas, pero cada día se acercan más los unos a los otros. Y esas distintas realidades pueden condensarse en una sola afirmación que hace temblar el criterio feudal de las castas minoritarias que todavía en América imperan; pueden sintetizarse en el deseo que todos anhelamos y que todos impondremos: queremos que los amos sean menos amos para que los siervos sean menos siervos. [...] Nosotros hemos aprendido a reírnos de esas generaciones decadentes que ven a las muchedumbres de nuestro trópico como a seres de raza inferior. Inferiores son ellos que carecen de personalidad propia y se dejan llevar por algunas mentes esclavas de la cultura europea. ¡Mentira la inferioridad de nuestros pueblos; mentira la inferioridad de nuestros países; mentira la debilidad de nuestras razas mestizas!”


“Yo le pidiera a las más antiguas y grandes razas de la tierra que vinieran a esta América; que se adentraran como nuestros mulatos en las selvas del trópico; que trabajaran como lo hacen los hombres nuestros doce y más horas, casi sin salario y siempre desnutridos; que sufrieran los dolores de nuestro pueblo; sintieran a la selva envolviéndolos; supieran lo que son los niños sin escuela y sin cultura; lo que es la muchedumbre sin defensa en el campo, sin poder satisfacer el apetito de la belleza y del amor que se les niegan y saborean tan sólo el dolor y la angustia permanentes. Que vengan los europeos a presenciar el drama de esta masa enorme de América devorada por el paludismo, con gobiernos que le han vuelto la espalda a su gente para enriquecerse en provecho propio; que vengan a contemplar las inclemencias perpetuas que vivimos los habitantes del trópico, y entonces tendrán que comprender cuán brava es la gente nuestra, qué brava gente sois vosotros, y reconocer la falsedad de su concepto sobre la inferioridad de las masas americanas”.



Las luchas políticas siempre se han desarrollado en Colombia entre dos partidos que aparecieron en los días iniciales de la emancipación, y se han prolongado a través de los tiempos hasta hoy: el partido Conservador y el Liberal.

A modo de Caballo de Troya en el seno de este último, Gaitán supo construir un movimiento representativo de los oprimidos y explotados, de los desheredados y perseguidos, de los que veían extraviadas sus esperanzas, creador de una conciencia nueva, exterminador de la farsa y de la mentira y portador de la tea de la justicia y proclamador de la redención popular, antiimperialista y reivindicativo de los derechos del trabajador y de la unidad latinoamericana al modo del APRA de Víctor Raúl Haya de la Torre en el Perú, al que denominó UNIR (Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria).

El “negro Gaitán”, al frente de sus descamisados y lustrabotas, pronunció una palabras que vibraron por primera vez en el ámbito colombiano -escándalo de los conservadores y de la burocracia liberal-, y que pueden sonar familiares pero lejanas y nostálgicas a cualquiera de nosotros, al tiempo que nos alertarán sobre los renovados “viejos males” que hoy nos aquejan: “La tierra debe ser de quien la trabaja. El latifundio improductivo es un crimen contra la economía y contra la sociedad. Sólo el capital ganado con el trabajo es justo, y el enriquecimiento con la especulación y con la explotación de los hombres es ilícito y criminal. Los obreros deben intervenir en la reglamentación de la producción y en la administración de las fábricas. No hay diferencia entre el capital y el trabajo para la conformación del sistema económico, porque ninguno de los dos puede marchar sin el otro. El Estado tiene el deber de intervenir en la dirección de la economía, cuyo proceso no puede entregarse a su fuerza intrínseca, porque engendra el monopolio y la opresión por los más hábiles y los más audaces.

La función electoral no puede seguir siendo una farsa o un negocio que escamotean electoreros y encumbra a gentes inmorales o irresponsables, sino la más perfecta y sincera manifestación de la democracia, que consiste en que sólo sean elegidos los más dignos y los más capaces. Las libertades esenciales no pueden quedar subordinadas a los medios económicos. El concepto de democracia restringido sólo al campo de la organización política es insuficiente e inoperante; es necesario extenderlo a las zonas económica y social, no en razón de la benevolencia o generosidad de los grupos poderosos, sino como deber de justicia y como condición necesaria para el equilibrio de la riqueza y el bienestar.

Proclamamos nuestra solidaridad con todas las fuerzas políticas que en el continente americano luchan para ejercer efectivamente la democracia, librándola del dominio de los grupos plutocráticos que en lo externo actúan como fuerzas imperialistas y en lo interno como oligarquías, que concentran en su excluyente interés los poderes económicos como medios de influencia política y la influencia política como medio de ventajas económicas. Rechazamos el sistema tributario que hace reposar la estabilidad fiscal en la explotación del juego, de los licores y de los impuestos indirectos a los artículos de primera necesidad. Propiciamos la aprobación de una legislación penal contra la moderna delincuencia técnica que aprovecha los medios económicos, sociales y políticos para el enriquecimiento sin causa de trabajo. Promovemos la dignificación del trabajador, no sólo por la adecuada compensación de su esfuerzo, sino por la elevación de su nivel cultural; la igualdad jurídica del hombre y de la mujer; la abolición del concepto de beneficencia en los servicios sociales; el fortalecimiento del sindicalismo; la institución del salario familiar y de las otras innovaciones fundamentales en la vida colectiva”.

A pesar de todo, no era un filósofo, ni el creador de un sistema, ni un ideológico revolucionario. En realidad, Gaitán fue unos de los más poderosos agitadores de la historia americana. Sus soluciones para los grandes problemas eran confusas y reposaban más en la intuición que en la meditación. Tenía unos conceptos elementales de justicia y amor, de fe en el poder del pueblo y de piedad, que movieron su acción y le dieron continuidad y método. Pero carecía de la apreciación en perspectiva y profundidad de un Getulio Vargas o un Juan Perón, aunque los lineamientos de la justicia fueran el motivo de su desvelo.


Supo denunciar a “…esos vendedores de agua, con millones de pesos, los vendedores conservadores y liberales. Tienen todos los beneficios y no se pelean por arriba sino cuando necesitan llegar a las elecciones. Entonces sí siembran el odio entre los de abajo, para poder seguir los unos y los otros vendiendo, a pesar de sus millones, a ochenta centavos la carga de agua entre los infelices. Llaman demagogia lo que digo y yo lo llamo alertar a un pueblo que está desangrándose y odiándose miserablemente para que haya una oligarquía plutocrática que, a través de la oligarquía política, oprima a la mayoría de este pueblo que merece mejor suerte”.

Su oratoria no se distinguía por la belleza formal, pero era extraordinariamente eficaz. Frente a las multitudes lo poseía un demonio interior que demostraba un dramatismo apasionante. Ni la riqueza de su léxico ni la originalidad de sus conceptos eran excepcionales. Pero era todo voluntad, y estaba arrebatado por una tormenta huracanada de timbre agradable y voz diáfana, como un actor entrenado en el ademán, el gesto y la dicción de un espontáneo impulso apasionado. Dijo :“el dirigente de los grandes movimientos populares es aquel que posee una sensibilidad, una capacidad plástica para captar y resumir en un momento dado el impulso que labora en el agitado subfondo del alma colectiva; aquel que se convierte en antena hasta donde asciende el seno de donde ha salido, las demandas de lo moral, de lo justo, de lo bello, en el legítimo empeño humano de avanzar a mejores destinos”. Y en uno de sus últimos discursos arengó al pueblo hacia la conquista del poder y la derrota oligárquica con la consigna: “¡A la carga!”.

Fue odiado y temido por los grandes y poderosos y amado por los pequeños y humildes hasta la pasión fanática. El espanto que siguió a su muerte, conocido como el Bogotazo, constituyó un tributo adecuado a la calidad de sus luchas, la profundidad de sus derrotas, la cuantía de sus triunfos y la inapreciable pérdida que su martirio significó para su pueblo y su patria.

Más de cincuenta años después Gaitán sigue dominando desde el sepulcro como guía y admonición del pueblo colombiano, porque los poderosos y perdurables esfuerzos de la oligarquía, victoriosa desde su asesinato, no podrán apagar jamás la llama fulgurante que encendió en el corazón del pueblo.

No se puede deducir una continuidad directa. Pero lo cierto es que los gaitanistas perseguidos por el gobierno se encontraron desamparados, obligados a “irse al monte” para transformarse paulatinamente en guerrilleros. Guadalupe Salcedo, Cheito Velasco, Juan de la Cruz Varela y todos los demás jefes prominentes de la guerrilla colombiana fueron, antes del 9 de abril de 1948, dirigentes destacados de los comités gaitanistas. De ese modo la organización pasó de movimiento político a movimiento armado, fenómeno crucial para analizar lo acontecido desde entonces. Sin embargo, la burguesía liberal y conservadora se ha dado a la tarea de propagar la especie de que el gaitanismo desapareció al morir Gaitán, ocultando el hecho incontrovertible de que los jefes y las bases gaitanistas fueron perseguidos inmisericordemente en búsqueda de su aniquilamiento total, y que esto dio origen, en parte, a la guerrilla cuyo desarrollo perdura dramáticamente hasta hoy.

Sin embargo, pese a la pesada tragedia del imperio de la violencia, subsisten todavía las advertencias de Jorge Eliécer Gaitán: “Estas ideas mías se abrirán paso, ya se lo están abriendo y son una corriente impetuosa que nada ni nadie podrá detener y llegarán a constituir un día, por las buenas o por las malas, el impulso transformador, revolucionario y constructivo de una Colombia nueva. [...] Estamos a la defensa de esas inmensas masas que constituyen al Partido Liberal y de esas masas todavía oscurecidas del Partido Conservador que no han visto la verdad. Estamos a la defensa de ellas y sabemos que su necesidad es la que nosotros sentimos, su clamor es el que nosotros exclamamos, su dolor es el que nosotros sentimos ayer y sentimos hoy, su verdad es la que nosotros proclamamos y contra la pequeña concupiscencia de los abrazos de la plutocracia queremos oponer el abrazo de la gente olvidada de Colombia. [...] Un día, ebrios de fervor patrio, ávidos de una justicia reparadora, iremos hombro a hombro conservadores, liberales y socialistas honrados, de uno al otro extremo del suelo nuestro, como una tea purificadora, en nombre de la verdad y de la justicia contra el dominio de la casta que hoy gobierna. [...] Hemos comenzado la marcha, los pasos de nuestra milicia retumban sobre la tierra de la patria y nada será capaz de detener la marcha del pueblo”.

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