“Prohiben besar a la Muerte”‹ - | 28 de Abril de 2009 ≈ 6:27 | tamaño de texto -+
Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
“Las autoridades de la Academia de Bellas Artes de Rávena han resuelto rodear de un cordón protector la estatua yacente de Guidarello Guidarelli para evitar continúe siendo besada por visitantes y turistas” (Noticia de los diarios)
“Guidarello Guidarelli, caballero de Rávena - indica una guía de turismo - cuya estatua sepulcral, obra de Tullio Lombardo, esculpida en 1572, se exhibe en la Academia de Bellas Artes de la citada ciudad, fue muerto en un duelo, en Imola, en 1501, la belleza de esta escultura radica enteramente en el rostro que ha sido copiado, sin duda, de una mascarilla mortuoria”
El infortunado caballero, modelo de la estatua, formó parte del séquito de César Borja el de Valencia, cuando éste invadió la Romaña.
Fue hombre de “vasta persona bello ingegno” y cumplió “molte egregi imprese”, según una antigua crónica. El final de las grandes “imprese” suele ser la muerte, en épocas de turbulencia o extravío. Siendo aún muy joven cayó tendido en un duelo. La existencia del guerrero fue breve, al igual que la de Gastón de Foix, su gemelo de infortunio y gloria en Rávena, pero el destino quiso que se transformase, merced a esta escultura, en una vida sin origen ni tiempo, en un mito. Toda una guirnalda de historias de amor y fantasías se entreteje desde hace siglos en torno al caballero difunto. Pero el personaje, vestido en su armadura, con la espada sobre el pecho y las manos unidas sobre el acero, no las escucha. Ha conquistado ya el privilegio de no escuchar nada.
El rostro de mármol que abreva en una melancolía, refleja aún más que la cesación de la muerte, el punto postrero de la fatiga y desasimiento del mundo. Los ojos ocultos tras los graves y cerrados párpados parecieran proclamar que no hay nada que valga la pena de ser contemplado en este mundo de apariencias.
Un sentido trágico de la infinita vanidad de todo, de la inutilidad de los goces y sinsabores humanos, trasciende la figura dormida, la cual irradia a la vez un sentimiento todavía más trágico de la soledad y la desesperanza del hombre. También las manos que reposan inertes sobre el montante, hablan de desaliento y renuncia. Esas manos han aferrado la lanza y el azor y con igual apasionamiento acariciaron los cuellos torneados y las trenzas orladas de perlas; por sus dedos se escurrieron perezosamente la sangre y los almizcles.
Pero son, hoy día, sólo un movimiento espontáneo de congoja sino la duda de que el mismo espíritu, víctima de los ácidos de la angustia, pueda alguna vez ser corroído o aniquilado.
Las mujeres “visitantes y turistas” solían besar, hasta ahora, este retrato de la muerte. No podrán hacerlo en lo sucesivo: lo han prohibido las autoridades del museo. Día tras día los servidores de la Academia debían eliminar trazos de colorete del rostro melancólico y exangüe.
“Únicamente a las mujeres - nos dijo cierta vez el guardián de la sala - puede ocurrírseles besar una estatua”. Sembrano pazze…
“Parecen trastornadas…” Pero son sólo las mujeres quienes descubren todavía un hálito vital sobre el mármol. El instinto se siente atraído, aún más que por la inteligencia, por el abismo. Y el instinto, en la persona de quién fue fuerte, valiente y hermoso, convoca al instinto. Y junto con ello la mujer atiende también a la lección, jamás desoída, de la aristocracia de la derrota. Contempla, no sin cierta satisfacción innata y espontánea, al que ha nacido para irradiar voluntad y energía. Asiste a la proclama, en boca de quien ha alcanzado la suma categoría humana, representada por la vida caballeresca, de que ese mismo ideal, distante y despótico, es, como todo lo que existe, polvo, ceniza, nada.
Cada rastro de “rouge” en la boca indefensa del guerrero contribuía a certificar la enaltecedora verdad de que el vacío es una opción humana que, en ocasiones, merece ser glorificada.
Esos labios de sangre y de seda que se posaban sobre la boca entreabierta y desarmada, acaso conturbasen todavía el corazón del capitán. Ya no lo harán más. Si la muerte atraía el beso ¿para quién resonaba entonces la lección de la estatua? Era preferible no haber rendido la existencia ante el hierro enemigo y continuar marchando entre trigales y olivos bajo los pendones victoriosos de César.
Porque el propio aniquilamiento parecía una fatuidad que se buscaba y cultivaba para conquistar el homenaje de un par de labios pintados. La misma nada deberá, inclusive, ser nada, para que continúe, sin sobresaltos, el reposo de Guidarello.
José Luis Muñoz Azpiri (h)
Fragmento de “Capricho italiano”
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