sábado, 31 de enero de 2009

Pascual Bruckner





lunes 20 de noviembre de 2006
La felicidad prometida [Ensayo de Pascal Bruckner]


Desde siempre los hombres han querido ser felices.

San Agustín ya enumeraba en su momento por lo menos doscientas ochenta y nueve opiniones distintas sobre el tema, pero "nada hay más impreciso que la idea de felicidad, esa vieja palabra corrompida". Está en su naturaleza ser indefinible -al menos universalmente- y al mismo tiempo asumir imágenes distintas en cada época.

En la actual se ha convertido en una obsesión.

El filósofo francés Pascal Bruckner [autor de La tentación de la inocencia, 1996], uno de los más lúcidos críticos de las democracias del mundo desarrollado, explora en su último libro la voluntad de felicidad como pasión propia de Occidente desde las revoluciones francesa y norteamericana. Casi tres siglos después el proyecto magnífico se ha transformado en penitencia. Un destino irónico para un ideal que en el Siglo de las Luces significaba emancipación: haber instalado el deber en el seno del derecho a ser feliz.

Reseña de Raquel Guinovart,en El País Cultural


LA EUFORIA PERPETUA [Sobre el deber de ser feliz], de Pascal Bruckner. Tusquets. Barcelona, 2001.



Pascal Bruckner es un filósofo francés nacido en 1948.

Escritor y periodista, es colaborador del semanario Le Nouvel Observateur y autor de libros de ficción y ensayo. La euforia perpetua es la obra más reciente de este pensador, en donde desmenuza y analiza las razones que han llevado a nuestra sociedad a plantear la obtención felicidad como una de las principales obligaciones de cada individuo.

Planteada con una visión histórica, que revisa desde el pasado de los griegos hasta la actual sociedad, la visión de Bruckner desenmascara además el riesgo que implica la creación de una nueva casta de exiliados sociales, los que sufren, al tiempo que propone una ruta alternativa al “deber de ser feliz”.

La felicidad como obligación

LA euforia perpetua, sobre el deber de ser feliz


“Conviértase en su mejor amigo, gane su propia estima, piense en positivo, atrévase a vivir en armonía, etcétera”: la multitud de libros publicados sobre el tema hace pensar que no se trata de un asunto tan sencillo. No sólo la felicidad constituye, junto con el mercado de la espiritualidad, la mayor industria de la época, sino que es también, y con la mayor exactitud, el nuevo orden moral: por es prolifera la depresión, por eso cualquier rebelión contra este pegajoso hedonismo invoca constantemente la infelicidad y la angustia.

Somos culpables de no estar bien, un mal del que tenemos que responder ante todos los demás y ante nuestra jurisdicción íntima. ¡Pensemos en esos sondeos dignos de los antiguos países del bloque comunista en los que las personas interrogadas por una revista dicen ser un 90% felices! Nadie se atrevería a confesar que a veces no es feliz por miedo a rebajarse socialmente.

Se trata de una extraña contradicción de la doctrina de los placeres: cuando se vuelve militante, recoge la fuerza de presión de las prohibiciones y se conforma con invertir su curso. Hay que transformar la incierta espera de la felicidad en un juramento y una amonestación que nos dirigimos a nosotros mismos, convertir la dificultad de ser en una facilidad permanente.

En lugar de admitir que la felicidad es un arte de lo indirecto, que puede lograrse, o no, a través de metas secundarias, nos la proponen como objetivo inmediatamente a nuestro alcance, y lo rodean de recetas para conseguirlo. Sea cual fuere el método elegido, psíquico, somático, químico, espiritual o informático (hay gente que considera Internet no ya una magnífica herramienta sino el nuevo Grial, la democracia planetaria hecha realidad), la propuesta es la misma en todas partes: la satisfacción está a nuestro alcance, basta con proveerse de los medios gracias a un “condicionamiento positivo”, una “disciplina ética” que nos lleve a ella. Se trata de una formidable inversión de la voluntad que intenta restaurar su protectorado sobre estados psíquicos y sentimientos tradicionalmente ajenos a su jurisdicción.

Y que se agota queriendo cambiar lo que no depende de ella (a riesgo de no tocar lo que podría cambiarse). La felicidad, no contenta con haber entrado en el programa general del estado de bienestar y del consumismo, se ha convertido además en un sistema de intimidación de todos por cada cual, del que somos víctimas y cómplices a la vez. He aquí un terrorismo consustancial a aquellos que lo sufren, porque sólo tienen un recurso para precaverse de los ataques: avergonzar a su vez a los demás por sus lagunas y fragilidad”.

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